La apuesta sobre el Kaz II.
- Almudena García
- 1 ago 2021
- 10 Min. de lectura
Los hechos y personajes de esta historia son ficticios, aunque el misterio sobre el Kaz II es real, los hechos de esta historia no son reales y solo toman esta leyenda como emplazamiento, cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia.
En Airlie Beach nunca ocurría nada. Un pueblo de la costa australiana normal y corriente, con sus mercadillos, paseos y playas bien preparadas. Preparadas porque aunque en Airlie Beach nunca pasaba nada, no se libraba de pertenecer a la costa australiana y allí siempre había tiburones dispuestos a comerte. Aunque los tiburones poco tienen que hacer en esta historia.
Era 15 de abril de 2007 y fue el día que la tripulación del Kaz II vio por última vez la costa del pueblo de Airlie Beach. Y yo lo sé, porque estaba allí, sentado sobre la vela superior de aquel catamarán y preguntándome por qué hacía tanto que uno de esos barcos no se hundía.
No es que los barcos no se hundan en los tiempos modernos, es que antes esos navíos se hundían y desaparecían con más gracia. Nadie tenía controlados a estos pequeños cacharros y el océano se los tragaba para que jamás volvieran a ver la luz del sol, yo me sentaba en la vela superior de esos barcos y veía al mar hacer su trabajo con calma y serenidad. Los vivos gritaban y el océano se los llevaba.
Aquel día el capitán le dio un beso a su mujer y ella echó un par de lágrimas mientras se despedía con tristeza de su marido. Como si aquel hombre se fuera a la guerra o algo por el estilo, cuando en realidad aquel señor cincuentón lo único que iba a hacer era pasar dos meses recorriendo la costa australiana y bebiendo vino barato con dos buenos amigos.
La costa se alejó de nosotros con rapidez y yo observé hastiado a aquellos hombres, seguía haciendo aquello por obligación, ya que todos los barcos debían llevar su espíritu personal y a mí se me había relegado a aquel diminuto e insignificante catamarán. Era absurdo, ridículo, estúpido y, sobre todo, era tremendamente aburrido. Uno de ellos se sentó a pescar, el otro cogió una cámara de vídeo y el capitán se sitúo en el timón con poder, pretendiendo que dominaba una gran embarcación.
«No habrías podido sacar ni del puerto un barco de verdad» fue lo que pensé cuando le vi hacer poses para el de la cámara y luego todos se rieron en voz alta mientras el de la pesca gritaba que había pillado uno grande. Deseaba estar vivo para que alguien me hubiera matado de nuevo, lo deseaba con todo mi espíritu y eso era mucho, porque todo lo que soy es espíritu.
El sol pegaba con fuerza, una gaviota extraviada se posó junto a mí, los vivos siguieron con sus risas y la mañana transcurrió de la misma manera que había empezado, con tres humanos sin chalecos salvavidas riendo y fingiendo ser marineros, era exasperante. Entonces uno de ellos sacó el vino y estaréis pensando que una botella de vino no tendría demasiada relevancia, pero yo tuve la alegría de imaginarme que quizás era más divertido verles borrachos, con un poco de suerte alguno se caía al agua y hacía aquella travesía más divertida.
Se bebieron una primera copa y siguieron mar adentro. El mar estaba algo picado y el barco continuó con el motor apagado. Era aburridísimo.
Una ráfaga de aire me despertó de mi pequeña siesta aproximadamente a medio día. Los humanos seguían en sus posiciones y la gaviota seguía mirándome fijamente. Fue entonces cuando vi otro barco en la lejanía. Por un momento tuve la esperanza de que fuera un barco pirata y vinieran a abordarnos. Pero mis esperanzas murieron rápido cuando escuché los gritos frenéticos del fantasma que habitaba en aquel navío. Era un barco fantasma y pensé que pasaría a nuestro lado sin pena ni gracia.
—¡Pero mira quién está aquí! —El barco se aproximó, mis humanos siguieron viendo la vida transcurrir como si nada y desde las velas más altas de aquel navío saltó otro espíritu para situarse junto a mí—. ¿Este es tu nuevo barco? Bastante…pequeño… ¿no? Aunque bueno, va con tu tamaño, es un barco que te pega, es diminuto como tú.
—Buenas tardes a ti también, Arthur.
Arthur era el espíritu de algún antiguo noble inglés. No sabría deciros la época, no recuerdo muy bien las épocas, para mi todas son iguales. Arthur era noble o conde, o incluso un rey. Le dio a la bebida antes de tiempo y un día decidió que conquistaría algunas islas en el Pacífico. Ya sabéis, una de esas maneras extrañas que tenían antes los de alta cuna de entretenerse.
A la segunda semana de viaje se cayó del barco y un tiburón se dio un festín con él, en su historia si son relevantes los tiburones. Y desde ese momento se ha dedicado a pasearse por barcos de alta gama fingiendo que es él quien causa sus desastres cuando el mayor problema que puede otorgarle a los mortales es intentar beberse su vino, porque aún no ha asimilado que los espíritus ni bebemos ni comemos y parece que le gusta derramar bebidas por todo el casco de las embarcaciones que pisa.
—¿Has visto el barco tan grande que llevo? Es imponente, ¿verdad? Se hundió hace unos cuantos años en la costa sur, un naufragio impresionante, ¿no crees? Lo bautizaron como Loch Ard y vino de mi Inglaterra. Ay, mi querida Inglaterra. ¿Te he hablado alguna vez de cuando estaba vivo? Qué buenos tiempos, qué buenos tiempos. Inglaterra era tan preciosa que…
—Este barco lleva como mínimo cien años hundido, Arthur. ¿Qué haces llevándotelo ahora? —le interrumpí, si le dejabas hablar más de dos minutos jamás te librabas de él.
—Ya sabes, los jefazos, los de arriba, quieren tener todos los barcos disponibles para cuando llegue el fin del mundo, me han mandado a mí a sacar a este pequeñín y a sus navegantes del fondo del mar. Un trabajo sencillo, la verdad.
El fin del mundo, esa estupidez con la que los de arriba llevaban obsesionados varios millones de años, esperando que los muertos despertaran y atacaran a los humanos. Por eso vigilamos a los barcos y los arrastramos cuando caen en el océano, para tener provisiones, siempre buscando tener más poder que los vivos.
—¿Y tú? —dijo dándole un golpecito al mástil, que hizo que mis humanos se alertaran durante una milésima de segundo al ver la vela tambalearse—. No parece un barco demasiado impresionante, con lo que tú eras antes Andrea…
—Andrew —le corregí, habían pasado varios millones de décadas y ese desperdicio humano seguía llamándome por ese nombre solo para molestarme— Mi nombre es Andrew.
—Claro, claro. Andrew —dijo con una leve risa—. ¿No te asesinaron precisamente por esto? Por querer ser… Andrew…
—Arthur, ¿quieres algo? ¿O solo has parado para molestarme?
—Solo quería ver la chatarra en la que ibas montado, de lejos parecía muy pequeña, ahora de cerca puedo comprobar que es minúscula. Pero te queda bien, te lo digo como un amigo, creo que es tu tipo de barco ideal.
Volvió a reírse, sentí ganas de empujarlo o de que la gaviota le sacara el ojo que el tiburón no se comió en su tiempo. Resople, aguantaba a muchos espíritus como él a lo largo del tiempo, los marineros no solían ser demasiado afables en otros tiempos y él era de una alta clase despreciable a la que nunca había soportado. Solo tenía que aguantar y se iría con su dichoso barco fantasma a molestar a otro desgraciado.
—¿Por qué no lo hundes? —me preguntó mientras fingía sentarse junto a mí y me di cuenta de que no me iba a librar de él en un buen rato—. Antes eras la mejor…
—El mejor —volví a corregirle y me sonrió. Para haber sido de alta cuna tenía unos dientes horribles.
—Antes eras el mejor hundiendo barcos, pero luego pasó lo de ese transatlántico y…
—¡Solo se salvaron setecientas doce personas! ¡Hice que aquel iceberg matara a otras muchas!
El Titanic fue mi culpa y todos los espíritus del maldito planeta lo sabían. Sabían que deje escapar a setecientas doce personas mientras el resto de barco se hundía en medio del Atlántico. Con aquello recluté más almas que muchos otros espíritus en toda su vida, pero jamás me dejarían olvidar que permití que setecientos doce mortales vivieran. Y Arthur lo sabía, sabía que aquello me reconcomía por dentro, que conseguí que el transatlántico más grande del planeta se dirigiera hacia un iceberg, pero me apiadé de unas cuantas almas. El Titanic era esa espinita clavada en mi corazón, estaba siempre en mi cabeza y no me dejaba descansar. El Titanic era el culpable de que estuviera encima de aquel catamarán viendo a tres australianos emborracharse con vino barato y que el capullo de Arthur fuera el encargado de transportar aquella preciosidad a los confines del mundo.
—Húndelos —me repitió—. ¿Cuánto hace que no hundes una embarcación? Han pasado noventa y cinco años, Andrew, quizás deberías retomar esa reputación que tenías antes y darle una vuelta a tu vida o, mejor dicho, a tu muerte. Piénsalo.
Mi reputación, me repetí a mí mismo, la que me había ganado hundiendo más barcos que ningún otro, sin dejar un solo superviviente en ellos. Yo los hundía y el océano se los tragaba a todos, era un pacto silencioso entre ambos y nadie los echaba de menos.
—¿O es que no te atreves? No me digas que el pequeño Andrew ahora se ha acobardado ante los mortales.
Miré a Arthur, él se carcajeó de mí y se alejó hacia su barco. Lo había conseguido, me había infundado la duda y la necesidad de volver a ser ese espíritu. De volver a tener lo que era mío, de volver a alcanzar la posición que me pertenecía, de estar en grandes barcos que recorrieran el mundo y de rescatar algunos hundidos en sus profundidades. Me lo había ganado con esfuerzo desde el día en que perecí y él sabía que me molestaba, que me reconcomía, que jamás descansaría tranquilo sobre un barco tan pequeño.
El Loch Ard se alejó con Arthur en su proa indicándoles a todos aquellos marineros muertos que siguieran adelante, que les esperaba la vida eterna. Me echó una última sonrisa y un último vistazo antes de esfumarse como una neblina espesa y que su estúpida risa se quedará resonando por los confines del océano. El Kaz II siguió adelante, los tres hombres seguían tranquilos y sentí rabia al verlos canturrear mientras pescaban.
Nadie querría este barco cuando llegará el fin del mundo, era una pérdida de tiempo intentar hundirlo y eso lo sabía muy bien, que solo te ganabas el respeto con barcos más grandes, con tripulaciones más imponentes y que la vida de aquellos tres australianos no iba a compensar las setecientas doce que había dejado escapar noventa y cinco años atrás.
Me recosté de nuevo, quería borrarme aquella idea de la cabeza, esas personas solo estaban ahí para recorrer la costa australiana y no hacer más ruido en la historia, pero aún así las palabras de Arthur se repetían en mi mente.
«Han pasado noventa y cinco años, Andrew, quizás deberías retomar esa reputación que tenías antes.»
«Antes eras el mejor hundiendo barcos, pero luego pasó lo de ese transatlántico…»
«No parece un barco demasiado impresionante, con lo que tú eras antes Andrea…»
Me incendié. Recordar como Arthur se había reído de mí, de mi nombre, del motivo por el que hui de mi hogar y fui perseguido, torturado y humillado. El motivo por el que había llegado moribundo a un barco pirata y ninguno de ellos había conseguido salvarme la vida. El motivo por el que mi cadáver se hundió en el océano sin un nombre verdadero. Todo aquello fue suficiente para prender la llama, para pensar que en la muerte nadie me había vuelto a llamar de esa manera, había sido alguien, era importante. La muerte me había dado más de lo que los vivos nunca me habían ofrecido.
Los mire, no recuerdo ni sus nombres, creo que nunca llegué a aprendérmelos. Estaban el de la cámara, el del vino y el capitán, y ninguno de ellos llevaba puesto un chaleco salvavidas. Sus vidas no eran relevantes en la historia universal, la mía tampoco lo había sido, pero me sentí poderoso de golpe y aquello nadie me lo volvería a arrebatar. Sentí la misma fuerza que me hizo cambiar la dirección del Titanic o esa fuerza que consiguió que el H.M.S. Erebus y el H.M.S. Terror se hundieran en el hielo y ninguno de sus hombres volviera a ver a sus familias.
Nadie los echaría de menos, me dije a mi mismo, caerían en el olvido y yo volvería a cerrar un pacto con el océano. Ese mismo 15 de abril el océano se tragaría sus nombres y yo recobraría el mío.
Todo sucedió deprisa aquella tarde. El pescador, sentado en el borde del barco con su caña de pescar y con su risa cada vez que conseguía una pesca nueva, fue el primero que me llevé conmigo. Su caña fue fácil de arrastrar, un pequeño tirón, algo de fe en el vino barato que se habían bebido y aquel hombre cayó de cabeza al agua. Lo vi hundirse y pensé que podría deleitarme matándole yo mismo, pero había hecho un pacto con el océano, yo solo los arrastraba.
El cámara, el que lo vio todo, fue el siguiente en caer. Se asomó a la baranda, dio un par de gritos, el pescador que intentaba reflotarse le contestó a medias voces y después solo hizo falta un empujón. Nadó también con su compañero y cuando voltearon a ver lo que había ocurrido, el capitán les saludó.
Pero el capitán estaba dormido y yo gobernaba su interior, era fácil, un truco sencillo, lo había aprendido hacía muchos años cuando hice que Barbanegra abandonara su precioso barco, La Venganza de la Reina Ana, en un banco de arena y dejará a toda su tripulación a mi merced.
En aquel momento quería que me vieran, que aquellos australianos supieran que no volverían a subir a su preciado catamarán y les saludé de nuevo. Sus gritos sonaban huecos con el ruido del océano y pronto el capitán se reunió con sus compañeros con solo dejarlo caer inconsciente.
Me marché de allí, con el viento a mi favor y tres hombres intentando sobrevivir a mis espaldas. Me deleité con aquello, sentado sobre el mástil y contemplando el vasto océano ante mis ojos. Lo había hecho, había recuperado un trocito de mi nombre y aquello sabía a gloria.
No fue hasta el día siguiente cuando el Kaz II se cruzó en la trayectoria de un barco pesquero que intentó comunicarse y jamás obtuvo respuesta. Y allí, sentado en la cubierta, escuché la radio y me di cuenta de que nadie volvería a responder en aquel barco. Fui entonces consciente de la totalidad de mis actos.
El día 18 volvieron a avistar el catamarán y dos días más tarde lo abordaron. Sin explicación, sin respuesta, el Kaz II volvió a tierra y la mujer del capitán lloró desconsoladamente en puerto.
El alma se me retorció al verla, pero me alejé de allí en busca de otro barco y de mi nombre. No podía permitirme llorar por los vivos, ellos jamás me llorarían a mí y por eso me fui para no echar la vista atrás.
A pesar de ello, el Kaz II algunas veces vuelve a mi memoria, sus tres tripulantes y su botella de vino. La mujer en puerto llorando y el rumor ahogado de todas las leyendas sobre esos tres marineros. Las búsquedas intensivas por encontrar los cuerpos y esa vela que se rompió con una mala ráfaga de viento mientras el barco iba a la deriva.
La conversación con Arthur ha vuelto a repetirse otras tantas veces, pero ahora me he ganado un sitio, he vuelto a tener mi nombre. Y en el fin del mundo tres almas importan poco en comparación con la vida eterna.
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