top of page

Humpty Dumpty

  • Foto del escritor: Almudena García
    Almudena García
  • 28 mar 2021
  • 14 Min. de lectura

Actualizado: 4 feb 2022

Jules siempre había tenido el pensamiento de que todo el mundo sufría lo mismo a lo largo de su vida. Que el universo repartía las mismas historias a todo el mundo pero con diferente resultado, con diferentes personajes. Por eso Jules no le había dado mayor importancia a nada de lo que le ocurría, porque asimilaba que todo el mundo contaría las mismas historias que ella algún día.

Esta idea la había sacado de la televisión en realidad, porque si miraba la pantalla veía que todas las historias eran exactamente la misma pero en diferentes contextos. Por eso jamás hizo el más mínimo ruido, porque no era necesario, si alguien tenía que darse cuenta de que ella estaba ahí lo haría porque su historia así lo marcaba.

Por eso cuando sus padres se divorciaron no le pareció en realidad demasiado extraño, ella asumía que todas las historias de amor se acababan, por eso las películas terminaban y las novelas tenían un final. Por eso pensó que la historia de sus padres tenía que tener ese final agridulce.

Lo mismo ocurrió cuando su hermana se dislocó la rodilla, cuando su vecina se lanzó a las vías del tren o cuando aquel niño la empujó en medio del patio y ella se hizo una brecha en la cabeza. A todo el mundo le tenía que ocurrir aquello pensó, todo el mundo se dislocaría una rodilla, todo el mundo tendría su propio tren y todo el mundo llevaría alguna cicatriz en su cuerpo.

La primera vez que se dio cuenta que su teoría de vida no funcionaba como ella creía fue a los quince años, cuando le dijo a la enfermera de urgencias que creía que se había roto el brazo porque unas chicas de su clase la habían empujado escaleras abajo. No entendió por qué la enfermera reaccionó como lo hizo, como si fuera más grave de lo que Jules pensaba que era y porque sus padres la sacaron del instituto a medio curso después de que se enteraran de aquello.

Ella no lo entendía en realidad, ella pensaba que todo el mundo tenía que pasar por aquello, que era lo normal, era la manera de seguir. Le costó un año entero y muchas sesiones con una psicóloga, a la que ella no aguantaba, comprender que su manera de ver la vida no era más que una manera de afrontar los traumas.

Jules había nacido de rebote, nadie la esperaba y nadie pareció esperarla nunca. Jules se había criado delante de un televisor encendido a demasiado volumen, a un volumen estridente si lo pensaba bien, era un volumen demasiado alto y ella se sentaba demasiado cerca.

Jules empezó la escuela sin llamar la atención, sin ser sobresaliente y sin tener nada de especial. Empezó a leer cuando debía y a escribir cuando fue necesario. Ni siquiera había aprendido a hablar por petición de nadie como solían hacer todos los niños, Jules habló de golpe un día por necesidad y nadie se percató de cuáles fueron sus primeras palabras, aunque ella tampoco lo había preguntado nunca. Jules simplemente estaba ahí y en realidad nunca nadie la veía, hacía las cosas por hacer y vivía porque era lo que tocaba.

Por eso, cuando aquella psicóloga la miró fijamente a los ojos y le preguntó qué le contará un recuerdo feliz, feliz de verdad, Jules no respondió. No había un recuerdo feliz de verdad, en realidad no había nada, su historia se había escrito porque era lo que tocaba, no porque fuera algo que recordar. Ella estaba ahí porque su hermana Agatha tenía que ser la hermana mayor. Y ella estaba ahí porque sus padres tenían que tener alguien para echarle la culpa de su divorcio.

Salió de aquella cita con la psicóloga y se sentó en el asiento del copiloto de aquel Peugeot 206 de color amarillo apagado, que se dió cuenta que detestaba cuando arrancó, y no miró a su madre hasta que habían salido del centro de Madrid en dirección a ninguna parte, porque en realidad su madre nunca iba a casa, siempre daba vueltas y se inventaba excusas para fingir que quería pasar más rato con Jules después de aquellas citas.

—¿Por qué me llamasteis Jules? —La pregunta salió de Jules en cuanto su madre puso los intermitentes por primera vez en todo el trayecto, aunque en realidad se lo había preguntado toda su vida.

Era una de las pocas cosas que la molestaban de su existencia: su nombre. No entendía porque se llamaba Jules, si Jules no era un nombre bonito, al menos no era un nombre para ella. No tenía sentido llamarse Jules si luego se apellidaba Martínez Molina.

Jules Martínez Molina.

Odiaba su nombre. Era un nombre feo. Era un nombre sin sentido. Jules. Se llamaba Jules. Que no quedaba bien, que nadie pronunciaba bien, que todo el mundo la llamaba Julia en realidad y ella no corregía a la gente, porque era más fácil fingir que se llamaba Julia. Tenía más sentido llamarse así: Julia Martínez Molina. Era un nombre con sentido, no como el suyo, que carecía de él.

Su madre se encogió de hombros y Jules le insistió, si se llamaba Jules era por algo. Su madre solo contestó que le había parecido bonito cuando lo escuchó, que no todo tenía un sentido. Ella le preguntó entonces por el nombre de su hermana: Agatha. Que tampoco tenía sentido: Agatha Martínez Molina. Seguía sin quedar bonito, pero era mejor que el suyo.

Su madre esta vez sí sonrió y le contestó que una antigua profesora suya se había llamado así. Esa profesora que había inspirado a su madre a estudiar filología inglesa y hacerse profesora de instituto privado para niños ricos y malcriados.

Así que su hermana tenía un nombre feo pero un nombre feo que tenía sentido. Ella solo tenía un nombre feo y un folio en blanco delante de ella que era su vida, porque las citas con la psicóloga le habían robado su guion. Ya no había ningún guion cuando se despertaba, ya no sabía exactamente lo que tenía que hacer, porque si su vida no estaba marcada significaba que tenía que inventarla y a Jules no se le daba bien inventar cosas.

Jules empezó a moverse más despacio después de aquello, después de un año de sesiones interminables, de repetir curso y de entrar en un nuevo instituto. Jules había perdido el guion, había perdido la cuerda, no sabía hacia dónde moverse ni hacia dónde dirigirse. Ahora la gente no la vería, pero ahora era algo real, nadie la vería porque no era relevante, porque no era importante, no porque su historia la estuviera preparando para algo mejor.

Cuando se chocó con un chico por los pasillos y todos los papeles de él salieron volando, ella simplemente lo rodeó sin inmutarse, porque no tenía sentido prestarle atención si no había un guion, si el mundo no la iba a preparar una velada romántica con aquel chico después de arrodillarse y recoger aquel desperdicio. Aquello no tenía sentido, nada tenía sentido y prestarle atención al mundo tampoco lo tenía.

Aunque en realidad el mundo sí le preparó una cita con aquel chico. Se llamaba Héctor, era dos años mayor que ella y besaba mal, besaba terriblemente mal. Jules no sabía muy bien cómo tenía que besar la gente cuando se besó con él, pero sabía que aquello estaba mal y que el chico le parecía repulsivo. A pesar de ello salió con él. Una vez, otra vez y otra vez. Y un día Héctor la agarró de la cintura en medio del instituto y Jules pensó que aquello era una mierda pero que si a la vida no le importaba su historia pues a ella tampoco le iba a molestar completar decentemente todos los huecos que le faltaban.

No sabía muy bien como se había librado de Héctor, sólo supo que cuando él se fue a la universidad, un día simplemente la dejó. La excusa de Héctor había sido que en la universidad había gente dispuesta a llegar a sitios a los que Jules ni se había acercado y Jules simplemente le asintió y le preguntó si le tenía que devolver sus sudaderas.

Se alegraba de que Héctor la hubiera dejado, le apenaba tener que renunciar a sus sudaderas. Pero era mejor así, porque ella no iba a llegar a los sitios que Héctor quería llegar, se odiaba y su vida carecía de guion, pero eso no la hacía imbécil y sabía que antes que acostarse con Héctor se hubiera metido un cuchillo en la tráquea.

Después de Héctor y de renunciar a la asquerosa de su psicóloga se encontraba mejor que nunca. O fingía estarlo. Fingía tener amigos aunque sabía que nadie la aguantaba. Y fingía que le agradaba pasar los fines de semana con su padre en aquella cabaña cerca de la sierra en la que hacía frío y por no llegar no llegaban ni las cabras.

Fingía en todo. Se dio cuenta de que aquello se le daba bien. No había guion. Nadie la veía. Pero podía fingir. Fingió que le interesaban las materias del instituto y fingió que le importaba planear la nueva boda de su madre. Fingió tanto que un día se encontró frente a una solicitud para la universidad y de golpe tenía que decidir que iba a fingir ser el resto de su vida.

Rellenó aquella solicitud a última hora, cuando los plazos estaban a punto de acabar y ella no tenía muchas esperanzas de llegar a nada. Eligió unas cuantas carreras que tenían nombres que le llamaban la atención, llegó a escoger ingeniería aeroespacial y bellas artes, aunque no sabía pintar y se le daban terriblemente mal las matemáticas, y esperó a que ninguna carrera la escogiera y pudiera decir que lo había intentado pero que no tenía sentido seguir intentándolo.

En realidad Jules creía que ahí se acababa la historia, que si no conseguía un pase para seguir estudiando significaba que todo se tenía que acabar, que algún botón en rojo se iluminaría a su alrededor y un Game Over aparecería frente a sus ojos, que se despertaría en un cuerpo nuevo y volvería a intentarlo o que simplemente la partida se acabaría para siempre.

El problema fue que la partida no se acabó y cuando leyó aquel mensaje que decía que la habían admitido en Historia del Arte simplemente se quedó impasible frente al ordenador durante diez minutos, porque no recordaba haber optado por aquella carrera, pero allí estaba, un correo institucional gritándole a la cara que la partida no se acababa, que aún le quedaba vida restante en el contador y que no la iban a dejar irse tan pronto.

Nadie le preguntó por la carrera. Nadie se interesó por lo que iba a estudiar hasta que el primer recibo del banco llegó a la cuenta de su madre y ella admitió en voz baja y con un espagueti colgando de la boca que lo sabía desde hacía unos meses.

El primer día llegó tarde y se sentó en la última fila del aulario, si nadie la veía el primer día pasaría desapercibida los siguientes cuatro años, ese era el plan y era un plan realmente bueno en su mente. Tampoco esperaba demasiado de la carrera, se le daba bien retener las suficientes cosas para aprobar así que solo tenía que fingir durante cuatro años que aquello le interesaba y luego la Jules del futuro se preocuparía por seguir improvisando sobre su folio en blanco.

Me flipa tu nombre” fue la frase que lo cambiaría todo.

Jules había sobrevivido a aquel primer día esquivando gente y memorizando los aularios para no perderse al llegar a ninguno, por eso aquella frase la encontró de golpe con las defensas bajadas, porque ya pensaba que lo había conseguido, que había pasado el tutorial, que ahora podía refugiarse en su casa y recargar para el día siguiente.

Se giró con lentitud y observó al grupo de chicas que la miraban con una sonrisa de oreja a oreja. Lo primero que pensó fue que no hacía tanto sol como para que dos de ellas llevaran gafas de sol y lo siguiente fue que tampoco hacía suficiente frío para que una llevara un gorro puesto.

—Eres Jules ¿verdad? —preguntó la que estaba más cerca de ella. Era más alta que Jules y tenía el pelo recogido con varios mechones sueltos adornando el contorno de su cara.

Jules asintió y se preguntó de dónde habían sacado su nombre, porque la estaban siguiendo y lo más importante: que querían de ella.

—Te dije que yo había visto ese nombre en las listas —dijo otra de ellas dándole un empujón a la que tenía más cerca.

6

—Te llamas como la de Euphoria ¿te lo has puesto tú?

—Mi madre —respondió y se sintió incómoda al pensar en que ella misma se hubiera puesto aquel nombre que tanto odiaba.

También se dio cuenta que se sentía incómoda al notar la comparación con la chica de Euphoria. Porque aquella chica era rubia, alta, guapa, sabía maquillarse, vestirse bien y ser perfecta. Por supuesto que a aquella chica le pegaba llamarse Jules, porque el nombre de Jules parecía implicar todas esas cosas y Jules no tenía ninguna de ellas. Por eso tampoco tenía sentido que aquellas chicas hubieran adivinado quién era, si ella no era la representación de Jules, ella podría tener cualquier otro nombre mejor, más sencillo, más básico, que la encajara mejor.

—Vamos a tomar algo —dijo la alta la de los mechones sueltos y la sonrisa ladeada —. ¿Te vienes?

—¿Queréis que vaya?

Y todas se miraron entre sí, como si la pregunta no hubiera tenido demasiado sentido pero Jules tampoco pretendía tener sentido y aquella situación le parecía sacada de una realidad alternativa a la que no pertenecía. Ella debía estar en aquel momento montada en un tren dirección a su casa, no en medio de una calle observando a cuatro chicas que la miraban fijamente. Al final una se rio, la alta le hizo un gesto para que la siguiera y Jules las siguió por una inercia estúpida que jamás llegaría a comprender.

Aquel día se convirtió en el primero de muchos. El primero de muchas cervezas, muchas bromas, muchas fiestas, muchas risas y de muchos pensamientos constantes sobre si lo que estaba ocurriendo era real o simplemente estaba fingiendo de nuevo. La pregunta que la desestabilizaría de nuevo llegó pasadas las navidades, después de haber superado la primera tirada de exámenes y después de que Jules hubiera empezado a dudar de su folio en blanco y de su actuación fingida.

—¿Vosotros porque os metisteis en esta carrera? —preguntó Lucía, la chica que había llevado el gorro el primer día que las vio y la que descubrió que siempre llevaba algo puesto en la cabeza como algún tipo de seña de identidad.

A Jules se le encogió el estómago y agarró con muchísima fuerza el botellín que tenía en la mano porque pensaba que si no lo hacía caería contra el suelo y se harían añicos

tanto el botellín como esa barrera invisible que había interpuesto entre ella y todo el mundo a su alrededor. Hiperventiló, aunque quizás solo lo hizo en su cabeza, y le pareció dejar de escuchar las respuesta de los de su alrededor, porque ella estaba ahí por haber estado caminando en línea recta hacia la nada. Ella no estaba ahí por algo divino, por algo místico, porque el universo le hubiera dicho que aquel era su sitio. Ella simplemente estaba y no sabía cuánto tiempo aguantaría más estando.

—Pues porque no tenía ni idea de que estudiar —respondió Diana, la chica alta de los mechones siempre sueltos decorando su rostro, la que era la más mayor de todas y por ende Jules siempre había pensado que era la que más claro tenía lo que estaba haciendo —. Me encontré delante de la solicitud para la universidad y le dije a mi hermano que eligiera él por mí, que yo no sabía que quería.

—Pero tía, que tienes 23 años. —Se río Lucía y Diana frunció el ceño.

Jules se dio cuenta que era la primera vez que veía a Diana fruncir el ceño, que solo lo hacía cuando se frustraba por los exámenes y Jules se sentaba junto a ella a ayudarla. Porque ambas habían comenzado a tener aquella dinámica extraña, donde Diana acudía a Jules cuando lo necesitaba y luego a Diana no le importaba que Jules se sentara en el asiento del copiloto de su coche en silencio mirando por la ventana.

—¿Y tú tienes súper claro lo que quieres en tu vida con dieciocho años, no Lucía? — Las palabras salieron de Jules demasiado rápido. Porque en realidad a ella también le había molestado aquella risa, porque ella era solo un año mayor que el resto, pero estaba igual de perdida.

—Yo quería estudiar Bellas Artes —comentó uno de los chicos —pero mi madre dijo que antes de pagarme esa carrera me echaba de casa.

—Yo me quería tomar un año sabático —respondió otro y todos se rieron mientras él intentaba explicarse.

Jules sintió que el peso sobre su pecho se relajaba y que el nudo del estómago se destensaba. Diana le sonrió y Lucía a su lado les pidió perdón por haberse reído. Aquella noche Diana llevó a Jules a su casa, como hacían habitualmente, pero en el coche Jules solo sentía que tenía que dar algún tipo de explicación y que quizás Diana la entendería.

—Nunca he sentido que tuviera el control sobre mi vida —dijo y Diana solo la miró, sin cambiar el gesto, sin tener una mala reacción, simplemente la miró y su mirada parecía pedirle que le contara más.

Jules por primera vez en su vida comenzó a hablar sin ningún tipo de rumbo, sin seguir ningún guion, sin sentir que todo lo que dijera iba a ser juzgado y tomado en cuenta frente a un tribunal. Diana la escuchó e incluso se rio un par de veces mientras Jules le hablaba de Héctor, de la boda hippie de su madre y de que su hermana se había quemado el pelo intentando ponérselo gris.

—¿Entonces? —preguntó Diana cuando Jules pareció soltar todo un monólogo interior. —¿Entonces qué?

—¿Simplemente vas a seguir esperando que alguien escriba tu historia?

Jules miró por la ventana, una moto pasó a su lado a toda velocidad y ella sintió el impulso de gritar un “no” con todas sus fuerzas, pero no lo hizo. Simplemente volvió la mirada a Diana y negó con la cabeza.

—No hace falta que te encuentres ahora, Jules —le dijo la chica —. Ni que sepas a dónde se dirige tu vida en este preciso instante, ni siquiera que sigas el ritmo de vida que la sociedad nos ha marcado. Así no es como debería funcionar el mundo.

—El problema es que siempre he pensado que me deparaba algo más.

—Quizás la grandeza está sobrevalorada. —Le sonrió, con esa sonrisa que tenía de medio lado y Jules se rio, porque le parecía un gesto demasiado cotidiano y demasiado amable, un gesto que nadie nunca había tenido con ella.

Para cuando llegaron a casa de Jules, Diana le había hablado de su vida y Jules comprendió realmente que nadie tenía un guion marcado, que la vida de Diana era suya porque así ella la había construido y que la de Jules también sería suya propia y no una extensión de sus padres, de su hermana. Que ese folio en blanco que había frente a su cama todas las mañanas no era malo, era su inicio para construir sus propias historias y dejar de robar sudaderas ajenas.

—Estudiar Historia del Arte tampoco está tan mal ¿no? —Dijo Diana cuando Jules se desabrochó el cinturón y ella la miró sin entenderlo —. Al menos puede ser una estación de tránsito para saber a dónde dirigirte.

—Y se me da bastante bien.

Porque era verdad, Jules había descubierto que se le daba bastante bien y que había comenzado a disfrutar incluso en algunos momentos de aquello que estudiaba, que no estaba todo cubierto tras su fachada, así que quizás el destino sí que la había empujado a propósito hacia aquella carrera, que si aquel día abrió aquel correo quizás era porque por primera vez algo tenía que encajar en su sitio aunque aún no supiera lo que era.

—Y Jules... —La puerta del coche se quedó a medio abrir cuando ella volvió a girarse para mirar a Diana —. Jules es un nombre muy bonito y si que te pega, contiene tu esencia aunque tú no la veas.

Porque no todo el mundo veía su propia esencia, pensó Jules y se quedó en la acera mirando como el coche de Diana se perdía calles más abajo. Quizás encontrar tu lugar no era lo mismo que mirarte en el espejo, no siempre ibas a tener un reflejo esperándote. Quizás no todo el mundo tenía la misma historia y seguramente nadie nacía con un guion escrito. Jules se dio cuenta que los folios en blanco no le pertenecían simplemente a ella, sino que estaba rodeada de personas con ellos. Que su nombre le pertenecía y no se lo había robado a ninguna chica rubia, alta y sacada de una revista de modelos.

Aquella noche no subió a su casa y volvió hasta su cama arrastrándose, echó a andar por su ridículo pueblo hasta que encontró el puente más alejado y allí gritó. Gritó en realidad porque jamás había levantado la voz, porque aquel impulso no era algo suyo y porque su vida y su nombre le pertenecían.

Por una vez no era una historia robada e incompleta en medio de la nada. Era una historia escribiéndose y aquello no tenía nada de malo. Era su historia. Su propia historia.


 
 
 

Comentarios


Publicar: Blog2_Post
  • Instagram

©2021 por The sun will shine again. Creada con Wix.com

bottom of page