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Aisha.

  • Foto del escritor: Almudena García
    Almudena García
  • 24 abr 2021
  • 6 Min. de lectura
“Para que algunos sean inmortales, otros tienen que morir.”

Existía un cuento que decía que los humanos no podían morir realmente y era un cuento al que Aisha se había aferrado toda su vida. Por eso, cuando miró a la muerte a los ojos, sintió que algo había fallado y que a la humanidad no le quedaba un resquicio de esperanza.

Aisha vivía con su familia en un pueblo costero, rodeado por murallas y con una única salida al exterior por un enorme acantilado dónde ella y sus hermanos tenían prohibido acercarse. Su padre nunca estaba en casa y su madre siempre estaba de mal humor.

La primera vez que escuchó que los humanos no podían morir tenía solo cuatro años, y aunque si le preguntaras no podría recordar nada más de ese momento de su infancia, algo hizo que aquella noche, en la que su madre le trenzaba el pelo con fuerza y le cantaba sobre civilizaciones antiguas, se quedará grabado en su mente.

Las noches eran en realidad algo que a Aisha jamás le gustó demasiado, quizás porque lo poco que recordaba de su infancia era la fuerza con la que su madre le apretaba el pelo para peinarla y los gritos que se escuchaban en el exterior de su casa.

Su madre a veces cantaba, como aquella noche, sobre todo cuando su padre no estaba, aunque Aisha nunca se percató de si su padre estaba realmente. Así pues, su madre cantaba, con aquella voz que no parecía suya, porque la voz de su madre siempre era grave y tosca, como era ella en realidad, pero cuando cantaba parecía que hubiera tomado prestadas las cuerdas vocales de un ángel.

El cuento decía que los dioses le habían acercado su mano al primer hombre y le habían concedido la inmortalidad. Con lo que el primer hombre agachó la cabeza y la aceptó, honrado por el poder que le había sido otorgado y por ello decidió compartirla con sus hermanos. Pero la codicia de otros pueblos por ese poder no se hizo de rogar y les atacaron.

Si alguien hubiera contado bien aquella historia habría sabido que en realidad el hombre murió cuando una flecha le atravesó el costado y que su cuerpo cayó por el acantilado perdiéndose para siempre.

Pero ese no era un final que Aisha quería escuchar porque tampoco era un final que su madre quería contar. Así que la historia se quedó incompleta con un hombre victorioso sobre sus enemigos y con unas murallas construidas para preservar su bien más preciado.

Y cuando aquella noche el cadáver de su padre apareció sobre la puerta de su casa, Aisha no lloró y jamás entendería porque todos sus hermanos estaban tan apenados y vistieron de luto durante años, porque en realidad para ella su padre no había muerto y simplemente volvería en otro cuerpo.

Aisha creció, dentro de sus murallas y sin prestarle más atención a lo que ocurría a su alrededor. Nada podía herirla, porque era inmortal. Nada podía destruirla, porque era inmortal. Y nada podía robarle su bien más preciado: la inmortalidad.

Con quince años conocería a su primer amor y un año más tarde este caería del tejado de la iglesia mientras Aisha miraba desde arriba impasible. Su primer amor jamás volvería a ella y aunque todo el mundo la preguntaba si no estaba apenada, ella no paraba de contestar que no había que llorar a los muertos, porque los muertos no existían, la muerte no era real, su amor volvería, al igual que su padre, solo debía saber esperarlo.

Aisha contrajo un matrimonio forzado a los dieciocho años, con un hombre alto, barbudo, calvo como el que más y que la sacaba al menos veinte años. Y Aisha miró a los ojos a su madre mientras está la ayudaba a ponerse el vestido y le preguntó si de verdad era necesario aquello en una vida infinita como la suya. Su madre le apretó con aún más fuerza el corsé y bufó a sus espaldas sin mediar una sola respuesta.

Aquella noche, tras la boda y un banquete al que todo el pueblo estaba invitado, mientras estaba tendida boca abajo sobre la cama, el vestido destrozado y un hilo de sangre saliendo de su labio, Aisha conoció por primera vez a la que sería su gran amiga y se preguntó quién era y porque la observaba tan atentamente en aquella situación.

Su nueva amiga no se la llevó aquella noche y desapareció antes de que Aisha supiera a quien estaba mirando a los ojos. Pero volvería muchos otros días y se sentaría junto a ella a acariciarle el pelo mientras el bruto de su marido cumplía con su deber según los dioses y los moratones empezaban a decorar su pequeño cuerpo.

Aisha lloraba por las noches y se lamentaba por las mañanas, su nueva amiga comenzó a rondarla con más frecuencia, pero jamás hablaban. Su presencia le agradaba, porque nadie más la veía y le transmitía paz cuando más lo necesitaba.

No fue hasta una noche de invierno cuando descubrió que no solo ella podía ver a su amiga pues su hijo recién nacido la miró a los ojos y se fue con ella. Aisha se enfadó, porque le había robado a su hijo y su amiga no volvió a aparecer en mucho tiempo.

Su marido le echó la culpa a ella de lo ocurrido y la siguió postrando en la cama, dejando regueros de sangre sobre las sábanas y marcándola de por vida. Pero su amiga no volvió para consolarla.

En el funeral de su madre Aisha no se presentó y los gritos de sus hermanos se le quedaron clavados en los oídos mientras su marido ni siquiera la miraba. Ella estaba cansada de explicar que al menos tenían suerte, que su madre simplemente había pasado para cambiar de cuerpo, no como su hijo al que habían secuestrado.

Fue la quinta noche tras el funeral, cuando la bofetada la dejó tambaleando y apoyada sobre una silla, que volvió a pensar en su vieja amiga y que quizás necesitaba un descanso de su marido. La siguiente bofetada jamás llegó a su destino porque un cuchillo atravesó la tráquea de aquel hombre que cayó desplomado de espaldas contra el suelo.

A la mañana siguiente la arrestaron y todas sus vecinas la escupieron mientras la sacaban a rastras de su casa. No hubo juicio, ni nadie le preguntó por los moratones que le recorrían estratégicamente el costado. La condena para una mujer como ella por asesinato era la guillotina y Aisha se rio al escuchar su sentencia, porque eso solo sería un descanso, un tránsito, volvería en otro cuerpo y no podrían encerrarla, porque jamás mostraría quién era.

La última noche le dieron un mendrugo de pan y una jarra de vino, que se bebió orgullosamente como si celebrara lo que se acercaba y los guardias empezaron a preguntarse si aquella felicidad se debía a que contaba con algún perfecto plan de huida.

Pero el plan de huida no existía y cuando la sacaron de la celda rumbo a la plaza del pueblo, levantó bien alto la cabeza y soportó todos los tomates que le tiraban. Aquel día era importante y todos a su alrededor lo festejarían, pues cincuenta personas pasarían a cuerpos nuevos y a ellos les parecía estar dándoles un castigo.

La plaza se llenó de curiosos y Aisha pensó en cómo sería volver a aquel lugar en un tiempo y saber que su cabeza había rodado en un canasto allí mismo. Comenzó a mirar a su alrededor, absorbiendo cada detalle del que había sido su hogar, pero sabiendo que no tardaría en volver.

Fue cuando la vio de nuevo: alta y apuesta como una esfinge, erguida, preciosa y poderosa. Aisha no era la única que podía sentirla, pero era la única que podía verla y cuando su amiga la miró a los ojos de nuevo fue cuando lo supo, que la muerte era real y había venido a por ella; que ya se conocían y jamás había sido su amiga. Que la vio la noche que murió su padre, sentada en el porche junto al cuerpo. Cuando murió su primer amor fue la muerte quien lo empujó. Que en su noche de bodas ella estuvo a punto de tomarle entre sus brazos. Y que cuando se llevó a su primer hijo fue la primera vez que lo entendió.

Aisha contó entonces a las personas que había delante de ella, era el 48 de la fila, ella lo sabía y la muerte se relamió al contemplarla. Se revolvió sobre sí misma y lo que más le sorprendió fue no tener miedo. La cuchilla caería 47 veces aquella noche, y a la 48, la inmortalidad moriría, la humanidad estaría perdida pero ella por fin descansaría y su amiga se la llevaría al fin junto a ella.


 
 
 

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